UNA EXPERIENCIA DE GERALDINE FERNÁNDEZ QUILCA (4to. “J”)
Por fin llegó el día de mi operación. Me encontraba en la cama doce; vestía una bata blanca, esperando el turno para entrar a la sala de operaciones. Recuerdo que ese día éramos seis personas a las que nos iban a operar. Recuerdo también haber estado temblando; no sé si era por los nervios o por el frío; pero yo temblaba. Por mi cabeza, lo único que pasaba era que todo terminaría bien y que la próxima semana estaría con mis amigas del colegio; vería mis profesores y les contaría como fue mi operación.
De repente, mientras estaba pensando en lo que sucedería después, una de las enfermeras me dijo: llegó tu hora. Y procedió a colocarme una vía intravenosa. Casi a las cinco de la tarde un hombre con bata blanca, con un papel en la mano me preguntaba: ¿Cuánto mides? Un metro cincuenta y siete; ¿cuál es tu nombre? Geraldine. Y siguieron otras preguntas. ¿Por qué me haría esas preguntas? No lo sé; pero mi mamá me dijo que querían saber mi talla para traer la camilla de traslado.
Ya eran las cinco y media; una camillera me trasladó a la sala de operaciones. Ella vestía también de blanco. Mi mamá me acompañó. Recuerdo que camino al ascensor toda la gente me miraba. Quizá se preguntaban ¿qué hacía una niña tan grande en pediatría? Cuando llegamos al quinto piso, me quedé sorprendida porque en este lugar había muchas máquinas; escuchaba diversos sonidos y también el conocido sonido del corazón.
Me encontraba algo tranquila o al menos eso parecía; porque cuando las enfermeras me preguntaban cómo estaba me ponía a temblar mucho, creo que fue por la cantidad de aparatos e instrumentos quirúrgicos que ahí vi.
Ya en la mesa de operaciones, solo con mi bata, me puso unas cositas blancas en mi pecho, en el brazo y en el dedo. Voy a ponerte la anestesia en el suero –dijo el anestesiólogo- Vas a estar bien -continuaba dándome ánimos. Cada palabra que decía lo decía poniendo algo en mi cuerpo. Lo último en colocarme, fue la mascarilla. Al pie de la cama, logré ver a mi doctora (Sandra Cárdenas). Cómo olvidarme de ella si me ayudó mucho; me tocaba las manos, esperando que me durmiera. Mi cuerpo perdía sus fuerzas, mis ojos se cerraban y yo intentaba abrirlos, me sentía mareada y de ahí sin recordar cuándo, me quedé dormía.
Cuando me desperté, me encontré en un cuarto grande lleno de máquinas con dos personas que también había salido del quirófano. Tenía una mascarilla de oxígeno, me pregunté por qué. En ese instante ingresó un enfermero y me supo decir que mi operación presentó complicaciones. De repente sentí un dolor muy intenso en el hombro izquierdo; pedí ver a mi mamá. Cuando ella entró, tenía los ojos muy hinchados... Había llorado mucho. Me abrazó y me dijo que todo ya había pasado y que me quería bastante.
Por la mañana, los rayos del sol ingresaron por mi ventana. Me levanté de la cama y empecé a caminar.
Por fin llegó el día de mi operación. Me encontraba en la cama doce; vestía una bata blanca, esperando el turno para entrar a la sala de operaciones. Recuerdo que ese día éramos seis personas a las que nos iban a operar. Recuerdo también haber estado temblando; no sé si era por los nervios o por el frío; pero yo temblaba. Por mi cabeza, lo único que pasaba era que todo terminaría bien y que la próxima semana estaría con mis amigas del colegio; vería mis profesores y les contaría como fue mi operación.
De repente, mientras estaba pensando en lo que sucedería después, una de las enfermeras me dijo: llegó tu hora. Y procedió a colocarme una vía intravenosa. Casi a las cinco de la tarde un hombre con bata blanca, con un papel en la mano me preguntaba: ¿Cuánto mides? Un metro cincuenta y siete; ¿cuál es tu nombre? Geraldine. Y siguieron otras preguntas. ¿Por qué me haría esas preguntas? No lo sé; pero mi mamá me dijo que querían saber mi talla para traer la camilla de traslado.
Ya eran las cinco y media; una camillera me trasladó a la sala de operaciones. Ella vestía también de blanco. Mi mamá me acompañó. Recuerdo que camino al ascensor toda la gente me miraba. Quizá se preguntaban ¿qué hacía una niña tan grande en pediatría? Cuando llegamos al quinto piso, me quedé sorprendida porque en este lugar había muchas máquinas; escuchaba diversos sonidos y también el conocido sonido del corazón.
Me encontraba algo tranquila o al menos eso parecía; porque cuando las enfermeras me preguntaban cómo estaba me ponía a temblar mucho, creo que fue por la cantidad de aparatos e instrumentos quirúrgicos que ahí vi.
Ya en la mesa de operaciones, solo con mi bata, me puso unas cositas blancas en mi pecho, en el brazo y en el dedo. Voy a ponerte la anestesia en el suero –dijo el anestesiólogo- Vas a estar bien -continuaba dándome ánimos. Cada palabra que decía lo decía poniendo algo en mi cuerpo. Lo último en colocarme, fue la mascarilla. Al pie de la cama, logré ver a mi doctora (Sandra Cárdenas). Cómo olvidarme de ella si me ayudó mucho; me tocaba las manos, esperando que me durmiera. Mi cuerpo perdía sus fuerzas, mis ojos se cerraban y yo intentaba abrirlos, me sentía mareada y de ahí sin recordar cuándo, me quedé dormía.
Cuando me desperté, me encontré en un cuarto grande lleno de máquinas con dos personas que también había salido del quirófano. Tenía una mascarilla de oxígeno, me pregunté por qué. En ese instante ingresó un enfermero y me supo decir que mi operación presentó complicaciones. De repente sentí un dolor muy intenso en el hombro izquierdo; pedí ver a mi mamá. Cuando ella entró, tenía los ojos muy hinchados... Había llorado mucho. Me abrazó y me dijo que todo ya había pasado y que me quería bastante.
Por la mañana, los rayos del sol ingresaron por mi ventana. Me levanté de la cama y empecé a caminar.
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