viernes, 2 de octubre de 2009

AGOSTO DEL 2007

UN RECUERDO DE MAYRA YATACO MATÍAS (4º “J”)

Por mi mente pasó: solo falta media hora, veré a mis abuelos y entregaré estos productos a la gente de Chincha. Pasó media hora y llegué. ¡Temblor! ¡Temblor! ¡Temblor! Gritaban con voz desesperada. Fue un susto terrible y mis piernas comenzaron a temblar.
Pasaron quince minutos y vi a mis abuelos, mi primera reacción fue abraza-rlos, llorar y preguntar si les había pasado algo. Ellos, para no preocuparme dijeron que nada; pero, yo sabía que a ellos les pasaba lo peor dentro de sus corazones y su mente. Para ellos fue terrible sentir aquel terremoto que arrasara con su casa y familiares, y sobre todo con su alegría que tardarían mucho en recuperar.
Son las seis de la tarde y ya no se ve nada, solo polvo y reflejos de luz de aquellas fogatas que cada calle tenía que hacer para alumbrarse. Yo pretendía dormir en una carpa que se ubicaba en el campo de futbol en una zona desolada; me acompañaban personas que eran de la cuadra. Cada cierto tiempo me asustaba con las réplicas y salía corriendo en la oscuridad pidiendo a Dios que se calmara la tierra . . . ¡Por favor, basta! . . . ¡Danos fuerza! Los temblores eran constantes, a tal punto que me resigné a su llegada constante. Volví a la carpa y mis amigos me dijeron que ya estaban acostumbrados. Si estás así ahora; entonces, qué hubieras hecho aquí en Chincha el día del terremoto.
Las noches allí eran largas y para mí no tenían fin; era imposible dormir, por un instante pude dormir resignada a que la tierra no pararía de temblar.
Ya eran las cinco de la mañana. Ya estaba despierta, fuera de lo que quedaba de la casa de mi abuela; con las ansias de ir a la casa de mi otra abuela. Camino hacia allá, pasaba por las calles y se veían personas con rostros que no expresaban nada, niños sobre los escombros de lo que hace poco eran sus casas a la espera de un temblor para echar a correr.
Llegué a la casa de mi abuela, con ansias de repartir algunos productos. Son las dos de tarde y comencé a repartir. Pasaba por las calles con las bolsas y todos corrían hacia donde yo estaba para recibir algo de lo que llevaba. Yo les entregaba a quienes se acercaban. En ese instante mi corazón se aceleró y sólo pensé en la poca ayuda que les daba. Muchos decían: ¡Por favor, dame!, tengo dos hijos y no tengo esposo. ¡Temblor! Todos corrían a ver a sus familiares; luego se me acercó un grupo de chicos pidiendo algo para el almuerzo. No me contuve y lloré en silencio. Un chico me dijo: No llores. Eres una heroína. Se me acercó su hermana: Dios te bendiga. Me obsequió una cruz de metal.
Todas las tardes llegaban camiones llenos de productos y la gente se alborotaba; trataban de conseguir algo más. Era triste pensar que eso sucedería muchas tardes. Las casas que aún quedaron en pie tenían su bandera blanca.
Ya era domingo; tenía que retornar a Lima. Despedirme fue lo peor. Le dije a mi abuela que nos fuéramos a Lima. Ella se negó, diciendo que me cuidara. Tenía un dolor inmenso en el corazón; traté de mantenerlo guardado. Al subirme al taxi, la gente me agradeció; no pude soportar más y me puse a llorar. Pensaba en la oscuridad, el frío, el miedo, la inseguridad y sobre todo el hambre que pasarían.

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